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Ana María Picchio acaba de finalizar un ensayo más de El secreto, la pieza del dramaturgo francés Eric Assous que se estrenará el 20 de agosto en una de las salas del Multitabaris. Su compañero, Gerardo Romano, la saluda antes de partir pedaleando su bicicleta.
También se despide el prolífico director Manuel González Gil, quien estará a cargo de la puesta, y los actores Rodrigo Noya y Gabriela Sari, quienes completan el elenco. Más allá, ultima detalles Fernando Braier, profesional que acompañó la última etapa de la comedia Brujas y se desenvuelve en el campo de la asistencia de dirección y producción.
Ya posó para las fotos y se dispone a charlar con LA NACION. A solas y con un café de por medio, el clima de intimidad es propicio para la charla distendida.
-Con tantos estrenos sobre sus espaldas, ¿los nervios y la adrenalina siguen siendo los mismos cada vez que le toca enfrentarse a un nuevo proyecto?
-Es más o menos parecido a cuando la mujer se enfrenta con un embarazo. La mujer reincide en la maternidad amorosamente, porque se olvida de la incomodidad y todo lo que sucede dentro del cuerpo. Con el teatro sucede algo parecido: sufrís en los ensayos, un día te sale y al otro día, no, pero, finalmente, llega el estreno y te olvidás de todo eso hasta que arrancás con un nuevo proyecto y volvés a recordar lo que implica estrenar.
-Aparece la memoria “emotiva”.
-Te preguntás para qué reincidís. Siempre me digo: “Si yo estaba tan bien, ¿por qué vuelvo a hacerlo?”. Aparecen esas preguntas y cuestionamientos.
-Emerge la presión de “estar a la altura de Ana María Picchio”.
-Sí, la vara no se puede bajar. Y eso tiene que ver con la elección de la obra, el nombre del director, el elenco que te va a acompañar, todo tiene que ser siempre un poquito más que lo anterior. Esta obra, además, es difícil.
-Luego de cuatro años protagonizando Perdidamente, de José María Muscari, ¿por qué eligió ser parte de El secreto? ¿Qué la sedujo?
-A leerla me atrapó, es como una película. Está armada de manera tal que se van sucediendo las escenas, que duran entre cuatro y cinco minutos, donde la anterior no tiene nada que ver con la que sigue y es, aún, más difícil. De movida encontré algo que me interesaba contar y, por otra parte, pensé en la gente. El público no estará tan relajado, se les van a “revolver” muchos aspectos de todo aquello que se conoce en una relación de pareja, sobre todo, en un matrimonio grande.
La pieza obtuvo gran repercusión en su temporada en el teatro Fígaro, de Madrid, donde fue dirigida por Ramón Paso.
El eje argumental de El secreto plantea la convivencia de un matrimonio de buen poder adquisitivo que acaba de jubilarse, cuya relación, hasta entonces armoniosa, se ve afectada cuando algo no dicho sale a la luz y modifica el equilibrio de ese universo personal. “Tienen todos los problemas de todos los matrimonios, sobre todo a nuestra edad”.
-No hay edad para los conflictos.
-Es cierto, pero, en esta etapa de la vida, uno no se puede ir de la casa y romper todo lo que construyó con el otro. No se patea el tablero de manera tan fácil. Eso es muy lindo para actuarlo, sobre todo a esta altura de la profesión.
-Un secreto, ¿puede destruirlo todo?
-Nadie se muere porque le reveles algo fuerte.
-¿No?
-Si tenés una relación matrimonial muy construida, ¿qué puede hacer que todo eso se derrumbe? Por otro lado, la pieza habla sobre la importancia de la sinceridad en la pareja, porque eso lleva al entendimiento. Es muy importante poder decir “no hay nada que no te pueda contar, ya te conté todo”. Es como uno hace con los amigos.
-No pienso en relación con el personaje, sino en la mujer que lo interpreta. Ana María Picchio, ¿guarda muchos secretos?
-No, al menos no el que cuenta la obra. Mis secretos reales son boludec… En cualquier momento las digo, pero no mueven toda la estantería.
-¿Se la podría definir como una mujer frontal?
-Sí, creo que lo soy.
-Eso siempre conlleva un costo.
-Tiene un costo, sobre todo cuando se tiene un carácter fuerte como el mío.
Así como la sedujo la narrativa planteada por Eric Assous, la actriz fue quien propuso el nombre de su compañero de rubro: “Pedí que lo hiciera (Gerardo) Romano; mientras leía la obra lo veía a él como marido, lo escuchaba en sus contestaciones. Aceptó enseguida, eso quiere decir que no me equivoqué, él también se vio en ese rol”.
Aunque nunca compartieron un escenario, Picchio y Romano no son extraños. Trabajaron juntos en proyectos audiovisuales y se formaron como docentes de actores en un mismo taller que cursaron durante dos años. “Nos conocemos muchísimo”.
Entusiasmada con el nuevo desafío, la actriz arroja un deseo con necesidad de certeza: “Si sale lindo, creo que será una obra preciosa”.
Alguna vez confesó que nada la vinculaba con Estela Morales, la criatura que le tocó componer en la serie El marginal. El personaje de ficción oficiaba de directora del Servicio Penitenciario Federal, una suerte de dama de hierro infranqueable. “No me parecía en nada”.
-¿Qué sucede con la esposa que le toca componer en El secreto?
-Tengo el carácter de mi personaje, sobre todo con los hombres; no soy una mujer dulce.
-Toda una confesión.
-No soy cariñosa ni manejable; soy lo que es mi personaje actual, que siempre está enfrentando y desafiando a su marido. Esa soy yo.
-¿Será virtud o defecto?
-Es mi carácter.
-Sus parejas, ¿se lo han reprochado?
-Sí, me han dicho que debía ser más cariñosa. Me parece que él también debe ser así con las mujeres.
-¿Gerardo Romano?
-Sí, me parece que “Pichón” no debe ser de esos tipos a los que les gusta que la mujer le esté diciendo “papito” todo el día.
Nota: “Pichón” es Gerardo Romano. Su compañera y el director así lo llaman. Confianza y camino recorrido mediante logran ese nivel de cercanía.
Esa mujer algo hermética, tal como se describe Picchio, posiblemente, se forjó en la infancia transcurrida en el barrio de Floresta, en tiempos en los que su hermana, diez años mayor, afrontó una extensa internación. Esa situación llevó a que su madre depositara su atención en ella y, en cierta medida, “independizando” a la pequeña Ana María de sus cuidados primarios.
-Su personalidad, ¿se habrá templado en aquella infancia?
-Tiene que ver con eso, me hizo no ser llorona ni empecinarme con caprichos. En ese momento, si me empacaba con algo, no había posibilidades para mí. Mi mamá estaba con mi hermana en el Hospital de Niños y yo me la pasaba con mi abuela y mis tías. No tenía la asistencia de mi madre; me dejaba la leche en una mamadera que me daban los parientes. De muy chica me acostumbré a andar sola en la vida.
Cada tanto, regresa a su Floresta natal, pero la apesadumbra no encontrar la casa familiar donde transcurrió su infancia. “Le pasó por arriba la autopista Perito Moreno, pero se preserva un perfume. Aún sobrevive la iglesia San Francisco Solano, donde tomé la primera Comunión, y donde mataron al padre Carlos Mugica. La calle Zelada es muy importante para mí, la tengo muy presente”.
Alguna vez, ese paseo lo dio junto a Mario Benedetti, nada menos, autor de la novela sobre la que se sostuvo el argumento del film La tregua (1974), primer acercamiento al premio Oscar que tuvo nuestra industria cinematográfica y que la contó a la actriz en su elenco estelar.
-¿Es nostálgica?
-Sí, me parece que las cosas estaban mejor antes que ahora. “Qué bien estaba todo antes”; no es mía la frase, le pertenece a (Anton) Chejov.
La actriz remite a ese universo plasmado por el autor ruso en piezas como La gaviota o Tío Vania, donde el pasado es añorado por sus personajes en clara contraposición a la debacle planteada por el presente.
“La televisión y el teatro eran diferentes. Las relaciones con los compañeros eran distintas. Cuando hacíamos Perdidamente, era la única del elenco que, antes de la función, se iba a tomar un café al bar de la esquina. Antes, todos íbamos a tomar café antes de entrar a la sala, ¿qué mierd… ibas a hacer al teatro si antes no te tomabas un café con los compañeros? Se hablaba de la obra antes de la función y luego se iba a comer, algo que también se perdió, porque resulta carísimo”.
-Debido a la ausencia de la producción de ficción en la televisión abierta, el empresario Carlos Rottemberg sostiene que, en veinte años, no existirá un sistema de estrellas populares germinadas en ese medio.
-¿Quién va a llevar a la gente al teatro? Quizás, las redes sociales.
-Al menos hasta ahora, las redes sociales no generan estrellas.
-¿No?
-Un influencer no es una estrella.
-¿Qué pasará en veinte años? Creo que el teatro no va a morir mientras haya alguien que tenga algo para decir.
-Nuestra escena es un ejemplo de perseverancia y presencia cuantitativa y cualitativa.
-Una frase de Silvina Ocampo decía “¿qué es el éxito?, saber que uno ha conmovido a alguien”. El maestro (Adolphe) Appia, cuando le preguntaron por qué continuaba actuando, respondió: “En la medida en que pueda cambiar una hora o un segundo en la vida de una persona, voy a seguir actuando”.
Estuvo en pareja con Joaquín Peña, el padre de su hija Delfina, y con Alberto Picchio, un italiano que la fue a ver al teatro -atraído porque compartían apellido- y se terminaron casando. “Fui Picchio de Picchio”, contó alguna vez, pero lo suyo no es hablar demasiado sobre sus relaciones.
A la hora de pensar en esa faceta de su vida, no duda en reconocer que “me fue más o menos; he tenido más éxito en el trabajo, que en lo personal”.
-¿No le resultó sencillo ese aspecto de la vida?
-Fue muy trabajado, a pulmón.
Suspira. Suspira como quien se relaja después de la laboriosa tarea cumplida. “Tal vez, la próxima vez que vuelva a la vida me voy a avivar y saber cómo hacerme más feliz”.
-Tarea compleja.
-Sobre todo cuando te pasaste más tiempo en el teatro que en tu propia casa.
-Su hija, ¿le ha reprochado esa ausencia?
-No, pero, cuando digo: “Me gustaba cuando llegaba a casa”, me dice: “Mamá, vos llegabas, dejabas la bolsa de la tele, agarrabas la bolsa con las cosas del teatro y te ibas, mientras papá y la mucama me bañaban”. Salvo los lunes y martes, cuando no había función, Delfina cenaba con su padre, porque, a esa hora, yo estaba trabajando. Mi hija no me recrimina nada, pero, supongo que a las hijas de Madame Curie les hubiese gustado que ella fuese su madre y no Madame Curie. A mí me hubiese sucedido lo mismo, no cambio lo que me dio mi mamá por nada del mundo.
-Hablaba sobre ausencias, seguramente sostenidas en la construcción de una carrera con enorme regularidad.
-Ahora me estoy dando cuenta de eso. Cuando terminé la última temporada de Perdidamente no tenía nada para hacer, era extraño.
-¿Disfrutaba de esa situación?
-Sí, porque ya sabía que se aproximaban los ensayos de El secreto. Una cosa es descansar sabiendo que hay otro proyecto por delante a no tener nada entre manos.
-Ya siendo actriz, ¿ha pasado necesidades?
-No, porque siempre he sido muy cuidadosa. Nunca fui de gastar por gastar. Cuando participaba de un gran éxito, mis compañeros, entre otras cosas, me sugerían que cambiase el auto, pero siempre pensaba: “Vamos a ver hasta cuándo dura”. Mi mamá me enseñó a no ser derrochadora, tampoco soy mezquina o amarreta, conservo la esencia del lugar de donde vengo. Mi vida es austera, a diferencia de otra gente que trabaja para pagar su estándar de vida.
Para muchos, casi todos, es “La Picchio”. Marca registrada del espectáculo argentino. Conversar con la actriz es hacerlo con un “conocido de toda la vida”. “Muchas veces, la gente me dice: ‘No la aplaudo por el espectáculo, sino por todo lo que ha hecho’. Por eso, cada vez uno se exige hacerlo mejor”. El agradecimiento de los espectadores es recíproco: “Yo también quiero mucho a la gente”.
-En marzo del próximo año cumplirá 80 años. ¿Significa algo especial?
-No lo puedo creer. No soy negadora, pero, realmente, me parecen un montón de años. ¿Dónde están?
-Están muy bien vividos.
-No me doy cuenta del paso del tiempo, sigo usando las mismas pilchas y zapatos de hace 20 años. La medida la da el hecho que se comiencen a morir tus amigos. Uno enseguida pregunta la edad y, cuando te dicen 78, 79, te impresiona, me digo “era como yo”. Espero a la muerte, no le tengo miedo. Como decía (Jorge Luis) Borges: “Hay que entrar a la muerte como si fuera una fiesta”. Me estoy preparando para la gran fiesta. Ya está la vida, aunque la sigo viviendo con mucho gusto y agradecimiento; voy al médico, como y duermo bien, hago todo lo que hay que hacer, pero cuando viene, viene. Eso lo saben mi hija y mis nietos. El otro día lo hablábamos con Evangelina.
Se refiere a Evangelina Salazar, su íntima amiga y madre de su ahijada, Julieta Ortega. “Nos preguntábamos si haríamos velorio o no. Hay que hablar sobre esos temas. Nos planteábamos si preferíamos cremación o no. Tiene que ser una cosa conversada. La muerte se toma con naturalidad donde está la gente sabia, elevada”.
En un plano menos profundo y más superficial, reconoce que “a los 50 años me operé los ojos y la frente, pero me costó adaptarme; Delfina me miraba y decía: No es mi mamá, pero, al tiempo, todo se acomodó”. Hoy apela al botox, pero con dosis no invasivas, “para mantener los resultados de la operación”.
-¿Qué trabajo le resta cumplir?
-Aún no interpreté a (Anton) Chejov, eso me encantaría. En el Conservatorio trabajamos tanto sobre La gaviota o Tío Vania, que sería una lástima dejarlo pendiente. Y también me gustaría hacer un sainete, género que estudié mucho cuando lo tuve a Ernesto Bianco de profesor. Si la cabeza todavía me funciona, lo haré.
-En lo personal, ¿qué le falta?
-No le puedo pedir nada más a Dios, lo tengo todo.